lunes, 31 de marzo de 2014

Relato

Ahí dentro todo estaba cubierto de musgo. Si pisaba mal terminaría por partirse el cuello contra el fondo de la cripta. Un fondo que no debía de quedar muy lejos, puesto que la música cada vez sonaba no más fuerte pero sí más viva.

Llamar música a ese compendio de melodías etéreas era la manera más sencilla y errónea de salir del paso. Aquello que sonaba no tenía nada que ver con el sonido. Al igual que lo que se escucha en los sueños, esas ebrias armonías surgían directamente ahí arriba. Directamente en su mente. Sus oídos se veían exento de méritos. Diferenciaba el eco de sus pisadas y el fulgor de la lámpara de aceite, sonidos que claramente escuchaba de la manera tradicional, de esa inconcebible música, que perpetraba en sus ideas sin ondas sonoras ni posteriores vibraciones. Y no le interesaba el porqué de ese fenómeno, lo que anhelaba bajando por el negro y estrecho túnel era contemplar a la dueña de la voz. La intérprete de aquella canción onírica.

Si cada paso del descenso había sido bastante ruidoso, los diez últimos escalones no produjeron onomatopeya de pisada alguna. Si su sentido de la moralidad no había dejado en ningún momento de juzgar como aberrante el hecho de profanar aquel sacro lugar durante todo el recorrido por el estrecho y alto corredor posterior a las escaleras, cuando alcanzó el vano previo a la cámara sepulcral le costaba entender sus propios reproches.

Atravesó el arco de medio punto y entró donde la música aguardaba y los muertos dormían. La lumbre de la lámpara que había descolgado del carruaje mostraba piedra y más piedra sin conseguir abarcar toda la tiniebla de la larga estancia. Los cadáveres, otrora podridos, reposaban descarnados en sepulturas excavadas en paredes no muy altas. Aquel lugar era agobiante. Olía agobiante, sus dimensiones agobiaban y los muertos en absoluto mitigaban el agobio. Pese a ello, el acongojo le era ajeno, ya que estaba concentrado en su misión: ¿dónde estaba? ¿Desde dónde cantaba?

El subterráneo camposanto había sido excavado para albergar los cuerpos sin vida de los devotos religiosos de una orden ya extinta haría cientos de años. En la misma sala de planta rectangular, mucho más larga que ancha, descansaban todos con todos en iguales condiciones funerarias: tres nichos en cada fila vertical y cientos en cada fila horizontal, sin decoros o capillas individuales; sin ningún tipo de distinción jerárquica, ornamental o meritoria.

En ningún nicho, por cierto, estaba ella.

Tenía unas ganas terribles de encontrarla, sentarse en el suelo y verla cantar esa maravillosa canción durante el tiempo que hiciese falta, pero sus ansiosos ojos no veían más que viejos esqueletos amarillentos ataviados con togas corroídas en cada uno de los recovecos. Pese a ello, la música estaba ahí, en todas partes; venía de todas las direcciones y a la vez de ninguna. Y cuando por fin alcanzó el fondo de la cámara sepulcral, donde había un altar lleno de polvo y telarañas rematado con un románico cristo de madera, la música optó por focalizarse, y llegó hasta él desde una única dirección.

Al dar media vuelta, la vio. Por fin la vio. Era tan blanca como la alegoría de la pureza, y su voz era magnífica como nunca. De su boca no sólo salían palabras inteligibles, también toda una orquesta sinfónica. Etéreo, indefinido, irreal. Sublime. La música estaba ahí a unos centímetros de él, y ahora él podía tocarla. Porque sí, ella no era una intérprete, ella era el sonido. Ella era La Canción. Y La Canción le acarició el rostro, haciéndole estremecer. Ella lloraba y él también. Ella sonreía y él sonreía más. Y le hizo sentar en el altar, y siguió cantando, mirándole a los ojos con los suyos grises. Mientras su respiración era entrecortada y muy costosa, La Canción exhalaba permanentemente, como si no hubiese tiempo ni necesidad de tomar aire. Y el corazón le latió fuerte cuando sus caras empezaron a acercarse. Y cuando se besaron, notó correr la música por dentro de su boca, de su garganta, de su estómago y de sus pulmones. ¿Amor? ¿Era eso amor? Antes de ese momento creía amar a su esposa. Esto debía de ser el verdadero amor.

De pronto empezó a escuchar un traqueteo. Clac clac clac clac. Era como una lluvia abundante y persistente cayendo sobre una marquesina. También escuchó un bum bum bum bum. Bums que venían de dos en dos y que tardó no mucho en comprender que procedían de su propio corazón. Y volvía a escuchar sus pensamientos, que le reprochaban de nuevo lo estúpido que estaba siendo. Fue entonces cuando abrió los ojos y vio que ella ya no estaba. Ya no estaba La Canción.

Clac clac clac clac clac. Corrió cripta abajo, buscándola, pero ni tan siquiera sonaba. No podía dejar de pensar en la melodía, sin conseguir acordarse de cómo era. Clac clac clac clac clac. Había algo que le resultaba familiar en el incesante traqueteo ¿Qué era? Lo escuchaba de la manera tradicional, a través de sus orejas, de sus tímpanos y de sus cócleas, pero le recordaba muy vagamente a algo más onírico. Menos físico. Clac clac clac clac clac. Venía de cada nicho…

No quiso creer que lo que presenció a continuación era cierto, pero así era. Uno a uno, todos los muertos tumbados en todas las sepulturas abrían y cerraban las mandíbulas al unísono. Mandíbulas amarillas de hueso que no se deshacían en miles de añicos por argumentos insostenibles. ¿Qué estaba ocurriendo? Parecía que intentaban hablar, que a falta de labios y de cuerdas bocales chascaban los dientes para intentar marcar desesperadamente un ritmo. Entonces, sin saber por qué lo sabía, supo que estaban cantando. Que los muertos seguían el compás de una canción perfecta que él había escuchado pero que ya no recordaba a qué sonaba. Tenía la garganta saturada de terror y la mente rebosante de obsesión, cosa que propició cierta flojera en sus extremidades y la consecuente caída de la lámpara de aceite. Y cuando la oscuridad ganó terreno a todo lo demás y los clacs sonaron estentóreos en trescientos sesenta grados, el pánico le hizo correr. Correr dirección a chocarse contra los nichos de enfrente. Clac clac clac clac, a tres centímetros de su cara. Gritó, se quitó de encima al inerte cantor muerto que había arrastrado en su caída y se levantó, histérico.

Una vez de pie, el pánico se apagó tan rápido como se había apagado la lámpara al estrellarse contra el suelo, y el terror desapareció de su cara, dejando en su lugar una sonrisa complacida y serena: una luz blanca esperaba cerca del vano de entrada. Una luz que transmitía paz, disipaba las sombras y embelesaba su mente con los mismos deseos indescriptibles que La Canción a la que acompañaba.

Y ya no había clacs, ni había bums. Y corrió hacia ella. Algo le decía que sí que había clacs, que sí que había bums, que todo seguía yendo igual de mal, pero ese algo quedaba ensordecido por la música. Y cuando la alcanzó, la volvió a besar. Era la mejor sensación del mundo. Era, de hecho, un mundo de sensaciones. Y paró a tomar aire. Temeroso de que se volviese a esfumar, no dejó de escudriñarla durante aquella breve pausa. Esta vez no iría a ninguna parte, él no lo iba a permitir. Sus hundidos, pequeños y maravillados ojos no se apartaban de los de ella, grises y magníficos; grises e increíbles; grises y…, no. Grises no.

Eran,

también,

de muchos otros colores…

Gritó. Su mente dejó de funcionar como tal. Ahí arriba muchas cosas abandonaron permanentemente su función cuando vio lo que vio. En el caos que eran ahora sus deformados pensamientos, ahogados por la perfecta sinfonía, uno relucía más que los otros: «corre».

Observado por los colores tras los ojos de una canción, corrió.

Atravesó el arco de medio punto que daba al corredor. Recorrió el mismo y llegó a la negrura de las escaleras. Corre corre corre corre. Clac clac clac clac. Bum bum bum bum bum. No quedaba demasiada subida. No quedaban muchos peldaños más. Corría a tientas, con ambas manos en las estrechas paredes, guiándose escalón tras escalón. No recordaba que todo estaba lleno de musgo. De hecho, era muy probable que ya no supiese qué era el musgo, ni qué eran muchas otras cosas. Sólo sabía que los colores habían entrado, y que tenía que correr, salir de ahí y correr muy lejos. Y cuando ya veía la salida, cuando a lo lejos la luz de la segunda lámpara de aceite que pendía de su carruaje podía distinguirse entre las sombras, iluminando sus dementes ojos, pisó mal.

La letra era completamente inteligible, pero él entonaba cada gorgojo como si fuese la más común de las palabras. La melodía más compleja jamás existente apenas se parecía a eso, pero lo más esencial, lo más mundano de la canción onírica, era correctamente entonado. Iba a tempo, estaba afinado y la cantaba. Porque sí. Porque así se movía su boca. Y siguió cantando ahí, tumbado bocarriba en medio de un charco de sangre y de un mar de sombras, hasta que la carne se derritió en sus huesos rotos, hasta que la lengua y los labios se pudrieron y desaparecieron y hasta que ya no existió garganta que produjese sonido alguno. Y entonces se unió a los demás. Clac clac clac clac clac.

2 comentarios: